La pequeña apisanadora penetró en mis venas,
olor a gasolina.
Una cosquilla incesante se inició en mi cuerpo,
programación predeterminada.
Al principio era placentera e indolora,
fluir imperceptible.
Dejaba un rasto de destrucción másiva,
de escala microscópica.
El daño era irreversible e inalterable,
sin cura posible.
Tres meses transcuyeron en silencio,
el primer pinchazo.
Se asemejaba a la picadura de un mosquito,
un autorreflejo.
Años ingnorando los sintomas,
el estallido.
Lo que vino solo fue un genocidio,
de escala infinitesimal.
Sucedido por un constante ataque de ansiedad,
y llantó.
La herida se desangraba imborrable,
sin tiempo.
Descarrilaba hacía el abismo mortal,
sin frenos.
Era el final perfectamente orquestado,
pero
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