"¡Fracasado!" me gritaba al golpearme, "¡fracasado,
fracasado!"; y golpe tras golpe me lo repetía dándome a entender a través
de sus nudillos que aquellas palabras debían retumbar en mi conciencia. Y así lo
hicieron, penetraron por los folículos de mi piel, impregnándose a través de la
sangre en mis células, como un virus pero peor, porque no mataba.
De este modo descubrí que mi idealismo estaba obsoleto, que solo quedaba
esperar el golpe. No sabía cómo enfrentarme a él, si acogerle con los brazos
abiertos o adoptar una postura defensiva tratando de paliar sus efectos. Estaba
ahí, inquieto, asustado, mirándome a los ojos como tratándome de decir que no
quería hacerlo pero que no le quedaba otra. Nos quedamos cara a cara, esperando
el momento sin apreciar como pasaba el tiempo.
Recordé aquellas palabras que aun retumbaban en mi interior, aquellas que se
habían apoderado de mí a la fuerza: "¡fracasado!", fue entonces
cuando él actuó. Perdió aquel gesto de inquietud y miedo que se había convertido
en familiar, y acercándose a mí se transformó en algo violento, desgarrado,
quebrado, que no soy capaz de explicar con claridad pero que me asustaba. Mi reacción
fue ninguna, quedarme inmóvil. Entonces se acercó para golpearme y paso de mí.
Un vacío recorrió mis venas, sustituyendo aquellas palabras que años atrás
se habían impregnado en mi cuerpo. Cayeron en el olvido y ahora me encontraba
hueco, sin saber ni cómo ni a dónde tenía que dirigirme. Estaba esperando a que el golpe me lo dijera.
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